Cuando llega julio y el calor aprieta, toda Navarra estalla vistiéndose de rojo. Empiezan los sanfermines, semana mágica que reúne en Pamplona a miles de visitantes ansiosos de disfrutar de unas fiestas famosas por sus encierros y su inigualable ambiente.
Si andas perdido, en medio de un infernal bullicio, preguntando desorientado por un bar para ver la llegada del Tour y, sin previo aviso, te ves rodeado por un grupo de mozos pañuelico colorao al cuello que a voz en grito comienzan a entonar el conocido “San Fermín, San Fermín, que trabaje la Guardia Civil”, no lo dudes, has hecho una buena elección porque estás en Pamplona en la fecha indicada. Sí, estás en la vieja Iruña, la capital del histórico Reino de Navarra en plenas fiestas de San Fermín. Prepárate a disfrutar de una intensa semana de fiesta y diversión.
Un poco de historia
La memoria de Pamplona es rica y amplia en acontecimientos. Se dice que la fundó Pompeyo bajo el nombre de Pompaelo, pero, como siempre en estos temas, las opiniones sobre su fundación son tantas como contertulios interesados en el asunto. En el siglo VIII los árabes ocuparon momentáneamente la ciudad aunque fueron rápidamente expulsados con la ayuda de Carlomagno.
Pasan los años y Pamplona crece con la llegada de los francos dedicados al comercio; en la Edad Media, la ciudad estaba dividida en tres ciudades independientes, constantemente en guerra: la Ciudad de la Navarrería, el Burgo de San Cernin y la Población de San Nicolás. Unos pretendían unirse con Castilla y otros con Francia. Los tres núcleos pelearon entre sí hasta 1423, año en el que el rey Carlos III el Noble declaró el Privilegio de la Unión y transformó los tres burgos en una sola entidad. Finalmente en 1512 los castellanos del duque de Alba toman Pamplona y el reino se incorpora a Castilla.
¡A Pamplona hemos de ir!
La capital Navarra es mucho más que fiesta y jarana, y aunque en julio es protagonismo se lo lleve la juerga, no por ello debemos desaprovechar la oportunidad para visitar el patrimonio pamplonica y pasear por las calles de sus antiguos burgos que, en los últimos años, han sufrido un lavado de cara que las ha dejado llenas de encanto. Saliendo de la plaza del Castillo podemos visitar la catedral pasando por la calle Chapitela y por Mercaderes; la gótica Santa María la Real guarda en el interior sus mejores joyas, el elegante claustro con grandes vanos rematados por altos gabletes, y el sepulcro de alabastro de Carlos III el Noble y su esposa Leonor de Trastámara.
Hemos cumplido con la cultura –de un plumazo, es cierto, pero es que…- aunque quizás, antes de zambullirnos en la fiesta, una visita a los Museos Diocesano y de Navarra hará que no sintamos la punzada del remordimiento por únicamente tener en mente dar solaz al vicio. Última parada antes de lanzarnos de lleno al bullicio sanferminero: el tranquilo baluarte del Redín. Allí podemos ver la Cruz del Mentidero y tomar una cerveza –quizás la última en vaso de cristal pudiendo conversar despreocupadamente- en el siempre recomendable Mesón del Caballo Blanco. A partir de aquí la tranquilidad será sólo un recuerdo.
Un día de San Fermín
Una buena hora para levantarse pueden ser las 6 de la mañana. Ya en pie y de blanco inmaculado –como si fuéramos un navarrico más-, nos espera un chocolate con churros en la chocolatería sanferminera por excelencia: La Mañueta, que lleva con enorme dignidad sus 138 años de tradición. Después de ver el encierro, ya en compañía de la cuadrilla, subimos a la primera planta del Casino Iruña para participar en «El baile de la alpargata». Como necesitamos reponer energías, almorzamos —huevos fritos con todas las variedades del cerdo imaginables; también toro guisado, callos, lechezuelas, bacalao al ajoarriero…— en Casa Paco, en la calle Lindachiquía, o en Casa Evaristo, en plena calle Estafeta.
Tras llenar el estómago, por un módico precio accedemos al «Apartado», donde podemos observar, mientras bebemos un fino, los toros que serán lidiados por la tarde. Después nos vamos a tomar el vermú a cualquiera de los bares que inundan la plaza del Castillo o sus calles aledañas, que ya disfrutan de un inmejorable ambiente matutino. Tras un merecido descanso, quedamos con los amigos a eso de las 5 para tomar café y copa en el Adoquín, cerca de la plaza de toros, que nos pone a tono para disfrutar de los primeros tres toros previos a la gran merienda que todo el mundo está obligado a tomar —del mismo calibre que el almuerzo—.
Tras la corrida, seguimos a una de las múltiples txarangas que, saliendo desde la misma plaza de toros, recorren las calles del Casco Viejo parando de vez en cuando a hidratarnos convenientemente. Si conocemos a algún pamplonica, seguro que nos invita a cenar en alguna de las sociedades que se agolpan por el centro, nosotros lo hicimos en la Peña La Única, donde nos sorprendieron -gratamente, todo hay que decirlo- con una cena de calibre superior al almuerzo y merienda. Y, para finalizar el día, combinamos alguno de los conciertos al aire libre que se dan por numerosos plazas de Pamplona con unos gin-tonic bien servidos —categoría que, básicamente, se adquiere en San Fermín por el mero hecho de no servirlos en vaso de plástico—, en el Niza o en el Maisonave.
Una última recomendación —pero que no se corra mucho la voz—: si en un momento dado del día estamos saturados de juerga y de barullo y nos apetece un poco de tranquilidad, pincharemos en plan casero y a buen precio en el «Mesón Maiona», en la calle Concejo Sarriguren, 6, con el aliciente de tumbarnos a la sombra de unos buenos chopos en un césped bien cuidado y con vistas a un lago con patos y todo. Retomaremos la juerga con otro sabor, seguro.
Y es que éste es el secreto para poder aguantar tantos días de fiesta, “comer con los amigos, beber lo necesario, descansar de vez en cuando, dormir caliente… y volver a empezar”. ¡Viva San Fermín!
¡Que aproveche!
Hoy comemos a la carta: de entrantes espárragos naturales y alcachofas de la Ribera por aquello de lo verde, y como complemento unos pimientos del piquillo acompañando a algo de chistorra. Empezamos bien, y para seguir por el camino correcto nada mejor que un buen plato de pochas a la navarra con su verdurita. El vino bien puede ser un tinto Chivite, colección 125. Sí, ya sé que los puristas me dirán que los mejores espárragos son los abril y que las pochas hasta septiembre… Y no seré yo quien les quite la razón. Pero es el menú que a mí me gustaría comer en Pamplona un 7 de julio. De los entrantes poco más que decir, imposible abrir boca con algo más exquisito, algo que una tan acertadamente la delicadeza con la contundencia; vayamos pues a por el plato de mayor enjundia, las inigualables pochas.
Para los neófitos, decir que son una variedad de alubia blanca que se consumen antes de que estén maduras, por lo que el tiempo de cocción es mínimo. Un trago al porrón y a los fogones. Una vez limpias, colocamos las pochas en una cazuela con abundante agua fría añadiendo una zanahoria, una cabeza de ajos, pimiento verde, cebolla, un puerro y un par de tomates; dejar cocer durante unos 40 minutos y pasar las verduras por un chino antes de agregarlas al conjunto. Aparte doraremos un pimiento rojo y le añadiremos un poco de pimentón; añadir y servir en una legumbrera junto con unas guindillas. Importante, la botella de vino siempre cerca. Si todavía queda algo de hambre y eres goloso, podemos cerrar el banquete con un templado goxua, compuesto de bizcocho, caramelo, crema y nata. El café y el pacharán lo dejaremos para alguna de las terrazas de la plaza del Castillo.
El Encierro. El alma de los sanfermines
A pesar de que han perdido gran parte de su encanto por la masificación sufrida en los últimos años, los encierros lo son todo en la fiesta. Desde el mismo momento en el que los mozos cantan al santo pidiéndole su protección, Pamplona se detiene a la espera de que el cuarto cohete anuncie que la manada de toros y cabestros ha entrado en los corrales de la plaza.
Todo comienza cuando el primero de los cohetes se prende en el momento en el que el reloj de San Cernín marca las 8 de la mañana. Por delante 848,6 metros de carrera para cientos de mozos que tardan una media cercana a los 4 minutos en el recorrer la distancia que separa Santo Domingo de la plaza –el encierro más largo fue el del 11 de julio de 1959, cuando un miura se rezagó y fue necesario recurrir a un perro para que mordiera al toro y consiguiera introducirlo en los corrales-.
Son ocho tramos los recorridos por los seis toros que se lidiarán por la tarde y los ocho cabestros que los “guían”: Santo Domingo, 280 metros hasta llegar a la plaza Consistorial; plaza del Ayuntamiento-Mercaderes, 100 metros de amplitud y baja peligrosidad; Curva de Estafeta, el mito fotográfico y un lugar de enorme peligro si el toro resbala y coge a algún mozo; Estafeta-Bajada de Javier, en pendiente y sin lugares para resguardarse; Bajada de Javier-Telefónica, un tramo peligroso porque los toros notan el cansancio y pueden disgregarse; Telefónica, son 100 metros donde los “divinos” se lucen y donde los “guiris” corren más peligro; Callejón, ya entrando en la plaza, delicado por el embudo de la entrada en el que muchos años se producen montones humanos. Sólo queda un tramo, la plaza; debería ser el más sencillo, pero no es así. Ver a los pastores jugarse la vida para salvar la de los corredores inexpertos es, además de emotivo, algo que nunca podremos agradecerles lo suficiente. Emocionante de verdad.