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BODEGA CASTILLO DE CUZCURRITA

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Todos tenemos sueños. Ya lo dijo Calderón, “¿qué es la vida?, una ilusión, una ficción”. Si fuera un enólogo al que le ofrecieran un deseo, no dudaría. Sin vacilar pediría un terruño de calidad que rodeara una bodega hecha a mi medida. Y carta blanca para hacer los vinos que yo quisiera. Soñar no cuesta dinero, “que todo en la vida es sueño”… Esto es lo que le ocurrió a Ana Martín Orzain cuando le propusieron sacar adelante el proyecto de Castillo de Cuzcurrita, una bodega que quería renovarse y crecer para jugar en la liga de los grandes.

Las bases para esta apasionante empresa eran inmejorables. Rodeando a la Torre del Homenaje de un castillo del siglo XIV, 7 hectáreas de un viñedo amurallado con casi 50 años de edad, en un conjunto que constituye un auténtico château riojano en la zona más occidental de Rioja Alta. Concretamente en Cuzcurrita de Río Tirón. Lo que plantearon a esta enóloga vizcaína fue prácticamente una página en blanco para llenar a su antojo, todo un desafío.

Con el sí de Ana, el primer paso fue contactar con un ilustre de la viticultura riojana, Pepe Hidalgo, para marcar las pautas de la ampliación y modernización de la bodega. Todo se sometió a la dictadura de la gravedad, al cuidado de una uva que sólo entra en contacto con las bombas a la hora del embotellado. “Aquí se apostó todo a la excelencia”, nos comenta Ana, “tenemos 20 hectáreas de viñedo en el entorno del pueblo, 15 propias, y desde la primera añada del 2000 que yo elaboré hemos ido haciendo cambios, paso a paso, para conseguir los vinos que quiero.

En ese año, por darte un ejemplo, sacamos 50.000 kilos del viñedo de Cerrado y ahora sólo vendimiamos 30.000; mediante aclareos, cubierta vegetal y trabajo en verde hemos conseguido que de los antiguos racimos de hasta 350 gramos ahora sean de 120 con una calidad muy superior. Dejamos que la viña luche para extraer de nuestros suelos, muchos de ellos con abundantes cantos rodados, lo mejor. El proyecto que defiendo no suele pasar de 70.000 botellas por cosecha”.

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El viñedo de Cuzcurrita es singular, con grandes diferencias entre añadas. Una zona fría y extrema beneficiada en la última década por un cambio climático que ha echado una mano para conseguir uvas con una maduración óptima y una estructura superior. “Son vinos frescos, llenos de vida, pero con mucho fondo. Todos nuestros viñedos, en vaso, están a más de 500 metros de altura en terrenos pobres. Funcionamos un poco a nuestro ritmo, o al ritmo que dicta la naturaleza, luego lo veremos al catar los Cerrado del Castillo; os puede sorprender, pero la cosecha 2013 que resultó difícil y complicada, casi un año imposible en la DOCa, aquí fue excelente y nos dio uvas perfectas para hacerlo. Y en nuestra bodega o la uva es extraordinaria o nos saltamos la cosecha del Cerrado. Sólo 9 de nuestras añadas llevan esta etiqueta”.

En la bodega sólo se elaboran dos vinos, el Castillo de Cuzcurrita y el Cerrado del Castillo. El primero es un reserva que representa perfectamente la zona de la que nace, un tinto fino, amable, fresco y sedoso, pero con mucha viveza; un vino que democratiza la bodega y que resulta perfecto como entrada a la mínima familia que se completa con el Cerrado. Este vino es otra cosa, un tinto de auténtica categoría. La joya de la casa.

Seleccionando en las mejores parcelas dentro del “cerrado” que rodea la bodega -la mayoría plantadas en 1970-, que sobreviven en un entorno casi hostil entre lascas de roca y suelos pobres en extremo, la producción es escasa. “Son uvas que hay que respetar, viñas que sufren pero que devuelven con creces el cariño que les damos”, nos cuenta Ana, “aquí se ha hecho vino con estas uvas desde hace un montón de años, yo intento respetar las viñas de Cuzcurrita y, sobre todo, entenderlas para que nuestros tintos conserven su personalidad y sean algo perdurable”.

El tempranillo, tras la fermentación alcohólica hecha en depósitos tronco-cónicos de 15.000 litros, únicamente conoce el roble francés porque “es el que mejor se adapta a lo que tenemos. Las barricas se renuevan cada tres años, el tiempo que consideramos justo para que la madera aporte lo mejor de sí”. No son vinos de gran concentración y largas crianzas en roble que enmascaren la uva. Son caldos originales a los que hay que darles tiempo para que expresen lo que llevan dentro, parece como si tuvieran un punto de timidez al servirlos.

El Cerrado es un ejemplo perfecto de esta peculiar manera de ser. Al descorchar una de las 5.280 botellas que se etiquetaron en la añada ’09, concretamente la 3.409, en copa exhibe una capa media, preciosa de color pero sin demasiada intensidad. Sí crece en nariz, con recuerdos a fruta roja madura y un toque balsámico, entrando en boca con enorme facilidad y sin sobresaltos, sin llamar la atención a no ser por su tremenda elegancia; pero esta elegancia es sólo su primera estocada, porque pasado este momento se desata, ofreciendo un aluvión de información, un auténtico carrusel de sabores que te pide, casi exige, otra copa para disfrutar de verdad su enorme recorrido y equilibrio académico. Un tinto interesantísimo que refleja a la perfección hasta dónde puede llegar este terruño.

Este ´09 se encuentra en plenitud. La añada 2013 que catamos en paralelo nos muestra, más que una realidad, un compromiso. Todavía sin domar, incluso con un mínimo punto de astringencia, muestra una distancia que únicamente el tiempo será capaz de atenuar. Es una explosión de fruta tras la que llega una madera de calidad –dos años en este caso- sin integrar plenamente; resulta mucho más impetuoso pero muestra que la línea elegida para los Cerrado tiene continuidad y credibilidad.

Toda una promesa, rebelde a día de hoy, que irá creciendo con los años y que corrobora las palabras de Ana Martín, “tenemos una línea y no queremos abandonarla, es nuestra manera de hacer vinos y de tener en cuenta el entorno que nos rodea. Mis vinos están hechos para beber y disfrutar, pero respetando siempre lo que se ha hecho en esta zona. Para vinos de catas y concursos están otros, yo quiero que quien pruebe mis vinos repita siguiendo la máxima de que «un día sin vino es como un día sin sol». Y en ello estoy”. Buena filosofía vitivinícola, y buena filosofía de vida diría yo… Me apunto.

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