Al llegar a Ygay sólo escuchamos el silencio. Y es precisamente ese silencio el que nos susurra que entramos en una de las grandes, en Marqués de Murrieta, una bodega centenaria que ha marcado durante muchas décadas el paso del Rioja. Historia, jerarquía y plenitud, todas se dan la mano en este lugar casi de culto. Opulencia renacida, ya que, tras años de apatía, una década de trabajo ha desvelado la verdadera grandeza de la casa fundada en 1852.
En nuestro caminar –feliz, para qué mentir- no veremos ni depósitos ni embotelladoras ni ajados botelleros. Miserias… Apenas el salón de eventos, el museo de etiquetas, un puñado de linajudos documentos, el “cementerio”, una docena de tinos centenarios de madera, un mínimo grupo de jaulones con añadas históricas y, en un guiño a los aficionados del siglo XXI, la sala de barricas donde envejece el Gran Reserva 2009. ¿Para qué más? Pasemos a la sala de catas.
La guía nos dice que al descorchar un Murrieta, cualquiera, “quedamos atrapados en el tiempo; que ahí están encerrados sol, lluvia, frío, calor… un año de trabajo y avatares”. Y yo me lo creo, pero también pienso –que el cerebro llega en el ser humano de serie– qué significaría descorchar una botella concreta, una de una añada histórica de principios del siglo pasado, por ejemplo ésa de 1934 que hemos dejado atrás reposando en el lugar que ocupa desde hace más de 80 años. Dejo volar la imaginación pensando en aquella España republicana: Azaña, Largo Caballero, Calvo Sotelo y Companys. En aquel tiempo nació ese vino, como para no tenerle respeto.
Al llegar a casa miro las puntuaciones del amigo Peñín a los vinos catados. Dalmau 2009, 95 puntos; Marqués de Murrieta Reserva 2009, 93; Pazo Barrantes 2009, 92. Lógico, las cosas bien hechas puntúan alto. 163 años después de su nacimiento, Murrieta ha vuelto. Por fin Logroño tiene una bodega, en el campo del enoturismo, de nivel mundial. Excelentes noticias.