Nunca me ha gustado aquella frase tan manida de “es un mar de viñas”. Pero reconozco que fue lo primero que pensé al bajar al cementerio de Bodegas Montecillo; bueno, con un pequeño matiz: “es un mar de botellas”. ¡Dios mío! Cientos, miles de botellas apiladas esperando “su” momento, el momento de ser descorchadas. Bendito cementerio…

Bodegas Montecillo, fundada en 1874, es una de las centenarias. Dentro del Grupo Osborne desde 1973, su oferta de Riojas llega de la mano de tres familias: Montecillo, Viña Cumbrero y Viña Monty. En sus calados reposan casi 30.000 barricas. En la cata que nos prepararon el orden de los vinos lo marcó la lógica, primero los más amables, luego los más complejos.

Montecillo y Viña Cumbrero marcan la pauta comercial con monovarietales de Tempranillo. El Graciano, ejemplar Graciano, diferencia -¡y de qué manera!- a los “Montys”. Francos y de gran intensidad, tanto el Crianza como el Reserva de Viña Monty se desmarcan de sus hermanos por una constante presencia de la fruta y un carácter más enérgico e intenso. Dos tintos de nivel.

Terminados los tres primeros actos, llegó el epílogo cuando oímos el descorche de un par de botellas del vino estrella de la bodega: Cumbre. La añada elegida la de 2006. ¿Valió la pena la espera? Sin duda: puro equilibro en la copa. Cereza granate, muy potente a pesar de su edad. Sabroso, fruta roja, fruta madura, tostados nobles de roble francés; impecable. Largo, eterno final. Todo un Rioja en su mejor momento.

Para terminar el día, visita a los espectaculares calados –en versión reducida, eso sí, porque gran parte de los mismos se vendieron a Marqués de Arviza hace apenas unos años- de Fuenmayor. Y, aprovechando el aconsejable paseo hasta el cercano Mesón Chuchi, un chuletón para asentar el vino que habíamos trasegado. ¡Qué trabajos nos manda el Señor! En la tertulia una idea generalizada: un buen día, sin duda un magnífico día vitivinícola.